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LOS SUCESOS DEL JUEVES 25 DE MAYO DE 1809

 
El jueves 25 de mayo de 1809 fue un día tenso desde las primeras horas de la mañana. Las divergencias entre García Pizarro y la Audiencia habían llegado a un alto grado de conflicto. El día anterior Pizarro había pasado revista a la tropa y había ordenado que se prepare la artillería. Los oidores permanecían en alerta y al caer la tarde, se reunieron en casa del decano La Iglesia para considerar las medidas que habrían de asumir. Corrían rumores de que habían ordenado el arresto y deposición del presidente.

Al caer la tarde, alrededor de las siete, García Pizarro, queriendo adelantarse al movimiento de sus “enemigos”, ordenó el arresto de lo oidores Ussoz y Mossi y José  Vásquez Ballesteros y del fiscal López Andreu, de los regidores del Cabildo Jaime Zudáñez y Domingo de Aníbarro y del abogado de pobres Jaime Zudáñez. Partieron seis comisionados armados con pistolas y acompañado cada uno de ellos de cuatro guardias portando espadas, a ejecutar los arrestos. Sólo pudo cumplir con su cometido uno de ellos, Pedro Real de Asúa, encargado de detener a Jaime Zudáñez, quien en aquel momento se encontraba en su domicilio tomando chocolate con su amigo el procurador Patricio Malavia. 

Al enterarse de lo sucedido los oidores que se encontraban reunidos en casa del oidor  La Iglesia, se pusieron a salvo, ya sea escondiéndose en casa de algún vecino, en el oratorio de San Felipe Neri o como el caso del fiscal López Andreu, huyendo a los campos aledaños.

Zudáñez fue conducido al cuartel de veteranos tomado de los brazos por dos soldados, el otro par por delante con las espadas desenfundadas y detrás suyo el oficial apuntándole a la espalda con su pistola. Los gritos de Zudáñez que protestaba por su detención atrajeron a una gran cantidad de personas entre las que se contaba su hermana que le acompañaba gritando: “¡Paisanos defiendan a mi hermano lo llevan a la cárcel por leal y buen vasallo!”  y sus servidores, que replicando sus protestas, le acompañaron hasta la casa pretorial a la que se le trasladó  en seguida dado el tumulto y donde quedó bajo arresto.

Una parte de la gente reunida en las puertas del palacio que ya pasaba del centenar resolvió entonces recurrir a la ayuda del arzobispo Moxó para que interceda por Zudáñez, el resto permaneció en puertas de la casa pretorial profiriendo expresiones como “¡Favor al rey que prenden a los señores oidores, a los regidores, a los Zudáñez y otros!”.

Obligado por la gente  y por intercesión de Álvarez de Arenales y el oidor Conde de San Xavier, acudió el arzobispo Moxó a mediar por Zudáñez y consiguió su liberación. Al salir libre se dirigió al presidente de la audiencia diciéndole: “Señor, muchas gracias, mañana vendré con mi hermano [Manuel] a hablar con vuestra excelencia”. Pizarro le respondió “Vaya Ud. ahora a sosegar este alboroto que es lo que conviene…” tras lo cual, Zudáñez salió por la puerta falsa del palacio y el arzobispo salió acompañado por el oidor Ussoz, con dirección a su palacio, pero no pudo llegar sino a la plazuela de San Agustín, donde acosado por la multitud que no había quedado satisfecha con la liberación de Zudáñez, pedía se libere a los otros prisioneros y muy especialmente al fiscal de la Audiencia que como sabemos, había huido a las afueras de la ciudad. Moxó tuvo que refugiarse en la casa de doña Juana Quiroga desde cuyo balcón intentó brindar explicaciones a la multitud sobre la inexistencia de más presos, pero no fue escuchado. La gente reaccionó insultándole y con la ayuda de Ussoz pudo refugiarse finalmente en su palacio del que al poco tiempo escapó con dirección a Moro Moro, deteniéndose a dormir en Sijcha.

Mientras tanto, en la plaza la gente se iba congregando en mayor número a la voz de alerta de las campanas de la ciudad que habían empezado a sonar, comenzando por la de San Francisco por obra de Juan Manuel de Lemoine. Le siguieron las de la Catedral que tocaban José Sivilat y un sirviente de Jaime Zudáñez, luego fueron las de San Agustín y progresivamente se sumaron las de todas las iglesias del centro de la ciudad.

Los criollos habían tomado el mando de la plebe enardecida y se veía a los Zudáñez, Lemoine, Malavia, Monteagudo, Toro, Miranda y Sivilat, azuzando a los insurrectos. La excitación de los sublevados fue creciendo a medida que se consumía el aguardiente con pólvora que se distribuía a discreción. El licor lo repartía entre otros el alcalde del Cuzco Juan Antonio Paredes, visitante temporal de la ciudad, a cuenta de los oidores de la Audiencia.

La multitud apedreaba las puertas del palacio pretorial y una descarga de fusilería proveniente de los techos al grito de “¡Toma Fernando VII!” encendió aún más sus ánimos.

La excitación había ido creciendo y mucha gente se reunió en la plaza principal. Entre la muchedumbre se veía personas con poncho indígena, con la cara cubierta con un pañuelo, pero con “medias y zapatos finos”, también se habían hecho presentes indios llegados de los alrededores y más de quinientos armados con garrotes merodeaban por los alrededores de la urbe por el lado de la Alameda, la Recoleta, los guaycos y quebradas de Tucsupaya y Huata. Mariano Michel corría por las calles portando un trabuco. Monteagudo hacía lo mismo armado de una espada y con dos pistolas al cinto.

Entre los personajes del pueblo, el rol preponderante los tuvieron los cholos, comandados por el mulato Francisco Ríos, “el Quitacapas”, nacido en Río de Janeiro, quien encontrándose en una chichería, se anotició del alboroto y participó de él activamente. Se encontraba jugando y bebiendo chicha donde las “coheteras del Prado”, con el dinero que había obtenido al vender el animal, cuando escuchó el repique de las campanas, salió del lugar a ver qué pasaba y rápidamente encabezó a la plebe que apedreaba la casa pretorial del presidente de la audiencia exigiendo la libertad de Jaime de Zudáñez. Esa noche dirigió a la muchedumbre con tanta eficiencia que fue nombrado “capitán de los cholos”, a su mando se liberó a los presos de las panaderías y realizó otras muchas acciones.

La casa del oidor de La Iglesia sirvió de centro de reunión de los cabecillas de los sublevados. Se congregaron allí el propietario y los oidores Ussoz y Mozzi, Ballesteros y San Xavier, los hermanos Zudáñez, el regidor Domingo de Aníbarro, Juan Antonio Álvarez de Arenales y otros. Los participantes resolvieron escribir un oficio dirigido a Pizarro solicitando se les entreguen los cañones que tenía guardados en su residencia. Ballesteros, San Xavier y Arenales fueron los encargados de llevar los petitorios hasta el presidente. En primera instancia Pizarro aceptó entregarles los cañones. La gente ingresó al palacio y sacó nueve de estas armas. Cuando trataron de sacar también los fusiles, los guardias les dispararon, causando la muerte de dos de ellos. La gente escapó. Un esclavo que participaba en el traslado quedó atrapado en la puerta cuando los guardias la cerraron violentamente y falleció al poco rato en los brazos de sus compañeros que habían logrado liberarlo.

Las muertes azuzaron los ánimos. Un grupo comandado por el “Quitacapas acudió presto a liberar a los presos”, tras lo cual Paredes le encargó sacar la pólvora que tenía guardada en su quinta “un tal Paravicini”. Cumplido el encargo, instalaron los cañones en la plaza y en las cercanías de la Casa Pretorial de donde hicieron varios disparos que respondían descargas de fusilería desde la casa del presidente.

Los sublevados reunidos en la casa del oidor La Iglesia, resolvieron solicitar la renuncia de Pizarro. Álvarez de Arenales llevó nuevamente el pliego. Pizarro respondió: “El mando que me ha dado el Rey no puedo dejarlo sin causa…” Finalmente a las tres de la mañana del 26 de mayo de 1809, luego de varias comunicaciones escritas con los alzados, el presidente dimitió. Tomando la audiencia a partir de aquel momento, el gobierno político y militar de Charcas.

firmas 25 de mayo 1809

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Pag 25 Mayo

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